El Tribunal Superior de Justícia de Catalunya (TSJC) ha ratificado que el cáncer de un extrabajador de la petroquímica de Tarragona tiene origen laboral, un fallo histórico que evidencia los riesgos tóxicos de la industria. Este caso abre la puerta a más demandas mientras colectivos ambientales denuncian niveles de contaminación que comprometen la vida de quienes viven, trabajan y respiran cerca del complejo.
El complejo petroquímico de Tarragona, considerado el más grande del sur de Europa, se extiende por varios municipios del Camp de Tarragona y agrupa a más de un centenar de empresas, entre ellas gigantes del sector como Repsol, BASF, Dow Chemical o Ercros. Tradicionalmente, se ha presentado como un motor económico de la región, con miles de empleos directos e indirectos según la Associació Empresarial Química de Tarragona (AEQT). Sin embargo, entidades como Enginyeria Sense Fronteres cuestionan esa narrativa y advierten que las cifras de empleo suelen estar infladas al incluir puestos inducidos que no guardan relación directa con la actividad petroquímica. De hecho, los datos registran que solo generan 5.845 empleos directos en el sector (apenas el 1.6% del empleo total provincial) mientras que el Institut d’Estadística de Catalunya (IDESCAT) muestra que Tarragona es la provincia catalana con la tasa de paro más alta, lo que pone en entredicho la supuesta capacidad de la industria para dinamizar la economía local o garantizar el derecho al trabajo de forma efectiva.
Una de las tragedias más significativas que marcó la historia reciente del complejo fue la explosión ocurrida en Industrias Químicas del Óxido de Etileno (IQOXE) el 14 de enero de 2020. El estallido provocó la muerte de tres personas, heridas a varias más y daños materiales importantes. Este suceso sacudió a la ciudadanía tarraconense y despertó un sentimiento generalizado de desprotección. Las investigaciones judiciales posteriores destaparon graves carencias en la formación del personal y en la gestión de la seguridad industrial, lo que llevó a procesar a la empresa por un posible delito contra el medio ambiente. Cinco años después, residentes y plataformas vecinales denuncian que la situación apenas ha cambiado y que las instituciones han sido cómplices por omisión.

A este accidente se suman otros dramas humanos que reflejan las condiciones en las que se desarrolla esta actividad industrial en el Camp de Tarragona. En abril de 2024, el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña confirmó que el linfoma que causó la muerte a un extrabajador de Repsol fue consecuencia de una exposición continuada al benceno en su entorno laboral. Esta sentencia pionera visibiliza los riesgos sanitarios a los que están expuestas muchas personas que trabajan en el complejo petroquímico. Pocas semanas después, otro fallo judicial obligó a indemnizar a la familia de un directivo que se quitó la vida como consecuencia de la presión laboral extrema. La sentencia consideró probado que su situación en la empresa petroquímica fue un factor determinante en su deterioro emocional. Ambos casos ilustran los costes humanos de una industria que antepone la productividad a la salud y al bienestar.
Los efectos de esta actividad no se limitan a las personas trabajadoras. La ciudadanía en general también sufre las consecuencias de una contaminación persistente. En los últimos meses se han registrado niveles alarmantes de benceno y butadieno —ambos compuestos cancerígenos— en localidades como El Morell y Constantí. A pesar de su peligrosidad, no existe una regulación estatal clara que obligue a controlar sistemáticamente estos compuestos. La opacidad y la falta de medidas efectivas agravan la situación.
A esto se suma la contaminación por pellets, pequeñas partículas plásticas utilizadas como materia prima. Estos residuos han invadido las playas y los ríos de la zona debido a fugas constantes y a una gestión irresponsable. Aunque la Generalitat ha iniciado procedimientos sancionadores y ha impuesto plazos a las empresas para frenar la fuga de pellets, asociaciones ambientalistas como Surfrider alertan de que las soluciones llegan tarde y son insuficientes. La presencia continua de estos microplásticos en los ecosistemas costeros representa un problema de salud ambiental grave y persistente.
Los obstáculos para denunciar y visibilizar estos problemas no son menores. Numerosos informes periodísticos han puesto al descubierto la existencia de un blindaje institucional hacia el sector petroquímico. Según varias investigaciones, muchas sanciones ambientales quedan sin efecto y algunos informes públicos se modifican o retrasan para no perjudicar a las empresas implicadas.
Dentro del propio complejo, las personas trabajadoras también expresan su malestar. La precariedad, la subcontratación, las jornadas extensas y la escasa seguridad han llevado a movilizaciones y huelgas. El sindicato USO ha denunciado que «la precariedad laboral mata«, y ha señalado una relación directa entre estas condiciones y los accidentes graves ocurridos en el sector.
El complejo petroquímico devora tanta energía como tres centrales nucleares, un dato que desmonta el discurso oficial sobre sostenibilidad. Mientras Catalunya promete reducir emisiones, Tarragona sigue atrapada en un modelo insaciable y obsoleto. Aunque se anuncian proyectos de transición ecológica, muchas de estas iniciativas —como el almacenamiento de CO₂ financiado por la Unión Europea (UE)— generan dudas entre los expertos, que temen que se trate de operaciones de lavado verde más que de soluciones reales.
En este sentido, la inversión de 205 millones de euros anunciada por la UE para proyectos de captura de carbono en Repsol Tarragona ha sido duramente criticada. Varias organizaciones ambientales denuncian que estas ayudas perpetúan un modelo extractivista y contaminante bajo la apariencia de innovación tecnológica. La financiación pública debería estar orientada a transformaciones estructurales que prioricen la reducción de emisiones en origen, y no a mantener los privilegios de un sector que históricamente ha evitado asumir sus responsabilidades ambientales.
Las fragilidades del modelo quedaron de nuevo al descubierto durante el apagón eléctrico del 28 de abril de 2025. La interrupción del suministro provocó pérdidas millonarias en el sector químico y escenas de pánico entre la población cercana, que fue testigo de la aparición de nubes negras y emisiones incontroladas al reiniciarse las plantas. Este episodio evidenció la falta de protocolos adecuados para gestionar emergencias energéticas y la vulnerabilidad del sistema ante fallos estructurales.
Aunque el discurso dominante presenta al complejo petroquímico como un motor de riqueza para el territorio, lo cierto es que los principales beneficios económicos no se quedan en el Camp de Tarragona. Las ganancias se concentran en las casas matrices de grandes multinacionales como Repsol, BASF o Dow Chemical, cuyos accionistas —muchos de ellos internacionales— reciben los dividendos de una actividad extractiva con enormes impactos locales. Mientras tanto, buena parte de la población convive con los riesgos ambientales, laborales y sanitarios derivados de esta industria sin participar realmente de sus beneficios. Las administraciones públicas reciben ingresos fiscales, pero también asumen costes indirectos relacionados con la contaminación, los accidentes y la precariedad laboral. En última instancia, el modelo petroquímico reproduce una lógica de desigualdad: concentra riqueza en unos pocos centros de poder y reparte los daños entre las comunidades locales, los ecosistemas y las generaciones futuras.
El caso del complejo petroquímico de Tarragona plantea una cuestión de fondo: ¿es aceptable mantener un modelo de desarrollo que genera riqueza para unas pocas empresas a costa de la salud colectiva, del equilibrio ecológico y de los derechos de quienes viven y trabajan en su entorno? Cada vez más voces exigen una transición justa que no se base en paliativos ni en falsas soluciones tecnológicas, sino en una transformación profunda del sistema productivo, con transparencia, justicia social y respeto al medio ambiente como pilares fundamentales.
Frente a un modelo que sacrifica vidas, la justicia ambiental no puede depender de sentencias tardías. Exigimos lo obvio: aire limpio, trabajos dignos y una transición real.
Autor: Marc Benaiges