Quien haya seguido la actualidad de estos últimos meses en España es posible que, entre nuevos máximos en la tarifa de la luz y la actualización de los datos de vacunación, haya escuchado algo acerca del Mar Menor. El tema en cuestión es que la aparición de un gran número de peces muertos en la costa ha vuelto a poner de manifiesto el pésimo estado ecológico de esta masa de agua. Antaño paraíso natural, hoy en día el Mar Menor se ha convertido en un espacio hostil para la fauna. Las causas parecen claras: los vertidos de la agricultura intensiva, los pozos ilegales, la urbanización masiva de la zona, el modelo turístico insostenible preponderante en la zona… Es normal que la situación en la que se encuentra la zona sea calificada por diferentes medios de comunicación de ecocidio.

El pasado mes de agosto, llegaban desde Brasil noticias de los pueblos originarios. Entre las movilizaciones que estos pueblos estaban desarrollando en defensa de sus derechos sobre sus territorios ancestrales, la Articulación de Pueblos Indígenas de Brasil (instancia colectiva creada por diferentes movimientos indígenas para promover y defender los derechos de sus comunidades) anunciaba que iba a presentar contra Jair Bolsonaro una denuncia por genocidio y ecocidio ante la Corte Penal Internacional.

¿Qué tienen en común Brasil y el Mar Menor? A tenor de las noticias que nos llegan parece que en ambos territorios sufren los efectos devastadores del ecocidio. Pero ¿qué es eso del ecocidio? No es un término que todo el mundo haya escuchado alguna vez. Responder a esta pregunta no es sencillo, incluso para aquellas personas familiarizadas con el concepto y que conocen lo que implica. Con ecocidio se ha pretendido hacer referencia a grandes daños causados a la naturaleza por el ser humano, pero su definición y su alcance no estaba clara e iba variando en función de la época y el contexto en el que se utilizaba.

En noviembre de 2020 un panel de especialistas a nivel internacional comenzó los trabajos preparatorios para redactar una definición jurídica de ecocidio. Este grupo de juristas, impulsado por Stop Ecocidio, presentó oficialmente el pasado junio la que debía ser la definición: «ecocidio es cualquier acto ilícito o arbitrario perpetrado a sabiendas de que existe una probabilidad sustancial de que cause daños graves que sean extensos o duraderos al medio ambiente«. Junto con la concreción del concepto, el panel presentó también una serie de enmiendas al Estatuto de Roma destinadas a incorporar el ecocidio como nuevo crimen internacional.

La Fundación Stop Ecocidio, con un equipo de profesionales repartido por todo el mundo, tiene por objetivo promover el ecocidio como crimen internacional, de manera que la Corte Penal Internacional tenga competencia para investigarlo y juzgarlo. Polly Higgins, abogada y una de las fundadoras de Stop Ecocidio ha sido posiblemente quien más ha trabajado por el reconocimiento del ecocidio. Su compromiso con la protección de la Tierra la llevó a desarrollar una gran labor, difundiendo, asesorando e incentivando el respeto a nuestro medio.

El trabajo del panel de especialistas y de Stop Ecocidio viene motivado por la evidente crisis climática en la que vivimos, agravada día a día, pero no ha sido esta la primera ocasión en la que el ecocidio se ha considerado una herramienta útil para revertir la situación ambiental. A lo largo del siglo pasado el reconocimiento de un delito contra el medio ambiente de ámbito internacional fue considerado en varias ocasiones. Ya en 1948 la Comisión de Derecho Internacional valoró la posibilidad de complementar la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio con un delito de ecocidio. En 1972 el ecocidio volvió a entrar en escena cuando Olof Palme, primer ministro sueco por aquel entonces, calificó como tal la Guerra de Vietnam durante el discurso inaugural la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Humano (también conocida como Cumbre de la Tierra), celebrada en Estocolmo los días 5 a 16 de junio.

Sin embargo, el término ecocidio no se recogió en ningún documento de la Convención y su impulso como crimen internacional siguió sin pasar de ser una mera idea o propósito. En general ha existido falta de conciencia sobre los daños provocados al medio ambiente, tanto desde la población en general como desde los poderes públicos. Eran vistos, en el mejor de los casos, como un problema secundario. En la relegación del ecocidio también influyeron las presiones de determinados Estados y corporaciones, con un interés claro y común de evitar el reconocimiento de los daños ambientales. Y es que la prevalencia del interés económico sobre cualquier otro ha sido una constante en la esfera internacional y sigue siendo un gran obstáculo para avanzar en la protección ambiental.

En todo caso, hay que tener en cuenta que uno de los mayores problemas a los que se ha enfrentado el ecocidio para su reconocimiento ha sido su falta de concreción. El concepto ha evolucionado con el paso de los años, abarcando diferentes hechos, causas y consecuencias. Ante los daños constantes que se producen sobre el medio, algunos más graves que otros, intencionados o no… es necesario establecer qué interesa incluir dentro del delito de ecocidio, qué se pretende que sea perseguido y juzgado y qué no.  Alcanzar el consenso en torno a esta cuestión es fundamental y así lo demuestra el esfuerzo desarrollado por este panel de especialistas organizado para su definición. Un total de 13 juristas, especialistas en diferentes materias, de diferentes lugares y sistemas jurídicos han trabajado durante medio año para alcanzar una definición satisfactoria.

La gravedad del ecocidio quedó patente desde el momento en el que se reconoció en el Estatuto de Roma como crimen de guerra. En tiempo de “paz” la dificultad ha residido en alcanzar un equilibrio entre una definición extensa, que protegiera situaciones más amplias, pero cuyo reconocimiento generara mayor rechazo y un concepto más restringido, que facilitara su inclusión entre los delitos internacionales, pero que en la práctica supusiera una escasa protección del medio ambiente. Otra cuestión de importancia ha venido siendo la exigencia o no de intencionalidad.

En el caso de la propuesta mencionada se exige como requisito la ilicitud o arbitrariedad del acto causante del daño lo que en principio no aclara la exigencia de intencionalidad. Si se presta atención a la definición de los términos que acompaña al concepto principal, puede observarse que «arbitrario» comprende tanto «la intencionalidad como el hecho de hacer caso omiso de manera temeraria respecto de unas consecuencias prohibidas». Esto significa que un acto podría considerarse ecocidio aun sin ser intencionado, siempre y cuando se pusiera de manifiesto que no tuvo en cuenta los daños ambientales que pudiera causar.

Que el ecocidio sea incluido en el Estatuto de Roma como crimen internacional puede marcar un antes y un después en la lucha por la protección ambiental. No solo por ofrecer una nueva herramienta legal que posibilitara el enjuiciamiento de actos dañinos para el medioambiente. Podría suponer también un cambio de conciencia a nivel nacional y que los estados incorporaran el ecocidio como delito en sus propias legislaciones. Hoy únicamente nueve países incluyen el ecocidio en sus códigos penales.

CICRA_team

Pablo Carruez

Máster Universitario en Derecho Ambiental – Universitat Rovira i Virgili